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Política y ética: que no se vayan todos

Rodolfo Piza | Miércoles 08 julio, 2015


En los tiempos que corren conviene recordar los valores éticos, exigirlos e insistir en ellos, porque tanto la política como la ética son esenciales en una democracia


Política y ética: que no se vayan todos


Hace algunos años le oí decir a Fernando Savater, filósofo español, que la democracia estaba fundada en la idea de que todos los ciudadanos estábamos obligados a ser políticos.
No dijo profesionales de la política (que es otra cosa), sino ciudadanos que participan en la toma de decisiones públicas, como electores, como representantes, como funcionarios.
Si todos somos políticos (y estamos condenados a serlo), es fundamental que aceptemos moralmente ese deber. Es decir, que no zafemos el lomo y que lo hagamos éticamente, aunque los parámetros con los que se mide a los electores y a los elegidos (funcionarios públicos en general), sean diferentes.
Desde tiempo inmemorial se discute si se aplican los mismos parámetros morales a los políticos que a los demás seres humanos. Aristóteles, Maquiavelo, Ortega y Gasset, entre tantos otros, respondieron que no, que la política —la cosa pública— tenía exigencias diferentes a las de la vida privada y que habría que ser más condescendientes con los políticos. Que lo que podía ser inmoral en un campo, no lo era en el otro y viceversa.
Juan Pablo II, en cambio, recordaba que “no hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra; ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales”.
En los tiempos que corren, aun cuando un hombre o mujer públicos no son mejores o peores que un ciudadano ordinario, juzgamos con mayor rigor a los “políticos” o a los que aspiran a regir los destinos de un municipio o de la nación. Quizás porque actúan en vitrinas, gozan de cierto poder sobre los demás y tienen cierto acceso a fondos públicos. Ello impone aplicar reglas más estrictas para ellos.
Desde el punto de vista moral debemos repudiar las consecuencias de la filosofía maquiavélica de que el fin justifica cualesquiera medios, aunque también recordamos que, en lo que atañe a la moral política, el fin justifica todos los medios lícitos.
Desde el punto de vista de la ética individual, se regula la conducta y la intención del sujeto. Desde el punto de vista de la ética social, se regula la conducta y sus resultados, más que las intenciones. A la sociedad, obviamente, lo que le interesa es el resultado de la actuación del político, más que las intenciones.
Mientras en algunas épocas la inmoralidad en la clase política contrastaba con la rectitud del ciudadano medio, en otras la conducta de los ciudadanos no estaba a la altura de la ejemplaridad de los gobernantes. Hoy, desgraciadamente, enfrentamos problemas en ambos bandos.
No se trata, por supuesto, de rasgarse las vestiduras, ni de confundir la ética con las galletas en el parlamento. Tampoco se trata de buscar “chivos expiatorios”. Sin embargo, en los tiempos que corren conviene recordar los valores éticos, exigirlos e insistir en ellos, porque tanto la política como la ética son esenciales en una democracia y porque no queremos que se justifique el grito “que se vayan todos”.

Rodolfo E. Piza Rocafort

 

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