Vacaciones tecnológicas
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 14 enero, 2008
Claudia Barrionuevo
Como cualquier familia costarricense de clase media profesional (¿aún existe semejante definición socioeconómica?) mi esposo, mis hijas y yo nos dispusimos a pasar el fin de año en la playa. Momento estresante de diciembre en el que uno se dispone a dejar su casa en manos de alguien (¡cualquiera que se apiade de nosotros!) para no dejarla a manos del hampa.
Antes de salir me aseguro una y otra vez de que los elementos indispensables para el paseo playero familiar estén: bronceadores y bloqueadores de diferente numeración y especificidad, paños suficientes, literatura de sobra. Yo —cual madre histérica— pregunto si todos han cargado lo que siempre se olvida —el cepillo de dientes—, si la gorra —para el sol del mediodía— ha sido considerada; a ver si se olvidan las chancletas —que si no se queman los pies—, y las esteras para acostarse sobre la arena —que a mí no me pidan la mía cuando estemos en la playa—.
Cuando llego a instalarme dentro de la vieja Wanagon —siempre espaciosa y encantadora— siento que estoy ingresando al nuevo laboratorio de Franklin Chang: un espacio lleno de pantallas y soniditos electrónicos. El interior del microbús está invadido por tres pantallas en acción, tres celulares que suenan al mismo tiempo y media docena de audífonos repartidos por los asientos.
Y es que esta Navidad fue particularmente tecnológica en cuanto a los regalos recibidos. Mis hijas se fascinaron con el generoso y absolutamente mágico presente de su abuelo Leopoldo: una computadora portátil para cada una.
Como si eso fuera poco, Roberto, mi marido, les ofreció como gran regalo navideño un reproductor de DVD portátil con pantalla incorporada.
Manuela, Valeria y yo, apenas si habíamos “bajado” nuestras melodías favoritas en los nuevos mini reproductores de música (el mío, el más bonito: un pequeño clip rosado, regalo de Roberto).
Regresando al primer impacto del laboratorio tecnológico, armo una protesta (más bien un amago de protesta) solicitando que algún aparato se quede en la casa, recibo como contrapropuesta que deje mi clipcito y comprendo que es inútil tratar de bajar la “fiebre navideña de tecnología portátil”.
Histérica, ansiosa, temerosa de no llevar todo lo necesario, decido no pelear, acomodarme los lentes, sacar mi primer set de lectura y olvidarme de todo. Claro, antes me coloco los audífonos y empiezo a escuchar la selección de música que Manuela realizó para mí (por suerte compartimos el gusto musical, porque aún no sé como cargar mi mini reproductor y dependo absolutamente de ella).
Salimos de la casa pero nuestra Wanagon (como si de una escena de “Little miss Sunshine” se tratara) debe detenerse pronto: una llamada de Kbto, mi cuñado, que nos espera en playa Herradura, me alerta sobre un olvido ¿tecnológico? indispensable para la fiesta de final de año:
¡mi karaoke!
A regañadientes —bueno, yo en realidad más o menos, después de todo soy una fanática— regresamos para montar el equipo faltante.
Y ahora sí: que corra la película, que empiece la música, que se activen los programas informáticos, que suenen los celulares ¡estamos listos para salir de vacaciones!
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