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La antipolítica como política

Arnoldo Mora [email protected] | Viernes 10 febrero, 2017


Lo más novedoso es que el 70% de quienes protestan son mujeres. Con ello, la mujer (no individual sino como género) se convierte en sujeto de la historia

La antipolítica como política

Todavía el mundo entero no sale del estupor provocado por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Como era de esperar, este advenedizo multimillonario se ha comportado como un elefante en un bazar chino. En estos breves días que lleva junto al Potomac, ha generado más enemigos dentro y fuera del país que los que se fabricó durante su campaña; ni lo ha hecho gobernante alguno, de que tengamos memoria, en Estados Unidos y en ninguna otra parte. ¡Un verdadero Récord Guinness! Eso se debe a su “estilo” tan peculiar y personal, se suele argumentar, para explicar este esperpéntico fenómeno. Pero no debemos olvidar que la política no es una ciencia, para la cual el fondo es lo más importante, por lo que la forma se subordina al fondo; por el contrario, la política es un arte; por eso, quienes se dicen “científicos”, suelen ser alérgicos a la política... al menos de palabra. En el arte, la forma es más importante que el fondo o argumento. Como lo dijo Ruskin, el gran crítico e historiador del arte, “el arte es la forma”. Por su parte, en política, fondo y forma son igualmente importantes. Pero lo son en diferentes aspectos; en el aspecto ético, lo importante es el fondo; para la eficacia de la acción política, lo importante es la forma. Los moralistas miran tan solo a las intenciones del actuante; a los “pragmáticos” solo les interesa la eficacia de la acción. Pero ambos son tan importantes en la política como lo son para el caminante las dos piernas: basta con que una esté lisiada para que el caminante cojee. Si solo reparamos en la dimensión ética de la praxis política, no reparamos en que, con frecuencia, con las mejores intenciones, solemos cometer errores garrafales, como a veces nos sucede a los padres en la educación de los hijos. Por el contrario, si solo buscamos la eficacia de la acción, caemos en el más grotesco cinismo. Por ende, la sabiduría, en la política como en la vida, consiste en mantener el equilibrio de los dos aspectos.

El caso del actual presidente yanqui es patético por no decir ridículo, pues incurre en gruesos errores en ambos factores. Lo que pretende hacer es desastroso para la inmensa mayoría de la población; y lo hace de la manera más brutal y grotesca. Pero, como no existe ningún hecho que no tenga explicación, debemos buscar, tanto desde el punto de vista estructural (crisis sistémica de actual capitalismo basado en la especulación financiera) como coyuntural (personalidad del principal actor, en este caso, la personalidad psicopatológica de Trump). Ambos aspectos se conjuntan para darnos un panorama de la política mundial particularmente no “líquido o fluido” sino más grave: irracional, delirante, a pesar del carácter histriónico del magnate yanqui.
Pero lo anterior no nos inhibe de tratar de buscar una explicación a este inquietante fenómeno. En lo personal lo encuentro en una reacción irracional en grandes masas en Estado Unidos y en muchas partes del mundo, especialmente en Europa, que se ven —y con sobrada razón— excluidas de la desorbitante concentración de capital, que las políticas neoliberales en el campo económico y social les han causado. Por todas partes surge incontenible una reacción en contra de los políticos tradicionales y del bipartidismo imperante durante los no tan lejanos días de la Guerra Fría. Se trata de masas de trabajadores que todavía no hace mucho han usufructuado, en mayor o menor medida, del bienestar y del poder prometido por los políticos y propagandizado por sus poderosos medios de comunicación, pero que hoy se sienten engañados y expoliados. El descontento se ha generalizado, la fe en los sistemas políticos y en las autodenominadas “democracias” se ha debilitado, las palabras se han vaciado de contenido y significación; se recurre hasta la náusea a los más rimbombantes calificativos que no incluyen más que banalidades. Para promover una moda se dice que es “una revolución”, para vender un artefacto doméstico se asegura que produce la máxima felicidad. La reacción no se ha hecho esperar; los jóvenes y las mujeres han sido los más afectados, no pocos, por desgracia, buscan evadirse recurriendo a paraísos ficticios y deletéreos, como es la adicción a las drogas, que se han convertido en uno de los más lucrativos negocios junto con el tráfico de armas y personas. Toda la economía de casino, que prevalece en el mundo actual, se basa en ese oscuro antro de contrabandistas. Esa es la causa de que el mundo de la política se haya convertido en una guerra de rapiña, donde todo se vale excepto perder. El sentido auténtico y la razón de ser de la política se ha perdido; ya no se busca “el bien común”, como enseña la doctrina social de la Iglesia, ni la prosecución del bienestar de la gente, como prometían incluso las revoluciones liberales clásicas, ni la justicia social como preconizaban los partidos socialdemócratas tradicionales, sino el de la implacable ley de la selva cuyos centros de poder son las bolsas de valores. El Estado se privatiza, es tan solo un instrumento para hacer negocios. Los políticos se vuelven, o nunca han dejado de ser, más que hombres de negocios. La cosa pública se rige por la lógica implacable de la guerra entre monopolios cada vez más poderosos pero cada vez más reducidos en número. Como ya lo había establecido Adam Smith, el primer gran ideólogo del capitalismo, no existe “el libre comercio” si no se funda en la “libre competencia”, donde la palabra “competencia” es sinónimo de guerra. El capitalismo engendra la guerra como la peste produce la muerte. Por eso, la política no es más que una lucha implacable entre contendientes que, al sentirse desplazados o amenazados de serlo, recurren a las reglas de la mafia con el fin de obtener la mayor tajada de la torta. De ahí que la violencia sea la materia prima del poder. Pero esta producción de muerte como sinónimo de poder tiene sus límites. Los recursos naturales se agotan, la guerra nuclear llevaría a la destrucción del planeta; ya no habría vencedores porque todos seríamos vencidos. Frente a este apocalipsis anunciado, solo queda como alternativa la lucha por promover un nuevo orden mundial. Solo la paz basada en la justicia y en la equidad puede hacer posible la sobrevivencia de la especie humana.
Es desde esta perspectiva que se ha vislumbrado un destello de luz en el fondo del túnel: las protestas masivas, tanto en más de 20 ciudades norteamericanas, como en otras muchas en el resto del mundo. Pero lo más novedoso es que el 70% de quienes protestan son mujeres. Con ello, la mujer (no individual sino como género) se convierte en sujeto de la historia. Lo cual constituiría una auténtica revolución si se profundiza y se consolida. En el célebre “Mayo del 68” emergió como nuevo sujeto de la historia la juventud. A partir de entonces, la juventud fue algo más que una edad en la vida: se convirtió en una-manera-de-ser-en-el mundo, se convirtió en una cultura o sensibilidad colectiva. Esta revolución logró que la juventud entera se enfrentara a la guerra de Vietnam y posibilitó que ese heroico pueblo, liderado por Ho Chi Ming, lograra infligir al más poderoso imperio del mundo, la mayor de las humillaciones. Pero la revolución de los jóvenes tenía sus límites, no llegaba hasta cuestionar, ni menos resquebrajar, al capitalismo como sistema estructural; no pasó de ser una “revolución cultural” muy pronto mediatizada por la sociedad de consumo, que convirtió todos los signos de protesta en modas; redujo el grito de “paz y amor” tan solo a una revolución sexual. Nada de esto le quita mérito a esa espléndida década que fue “la primavera” de varias generaciones de jóvenes, buen número de ellos acomodados luego con el sistema. Pero hoy la revolución de las mujeres cuestiona al sistema en sus fundamentos, porque ahora es el sistema capitalista mismo el que colapsa porque ya solo tiene como alternativa el holocausto de la especie. Es la vida misma la que está en juego. La mujer (Eva, la bíblica primera mujer, significa VIDA), es portadora de vida y de esperanza. Pero ya no se trata tan solo, aunque sí en primer lugar, de la vida biológica, sino de crear las condiciones que posibiliten trasmitir creativamente la vida en todas sus formas de expresión, a fin de construir una sociedad nueva, un hombre nuevo. Los tiempos de la utopía han retornado no como un sueño sino como un imperativo. Un sistema periclita cuando, al igual que un individuo o una institución, ya no tiene futuro. El futuro es a la vida humana integral, lo que el oxígeno es a la vida biológica. En las calles del mundo entero se ha oído un grito de protesta que es también un grito de esperanza, un grito de amor, un horizonte de futuro. Pero es tan solo eso: un gesto. De todos nosotros depende que no sea un canto de cisne.

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