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Nuestra institucionalidad democrática en crisis

Arnoldo Mora [email protected] | Jueves 19 julio, 2018


Nuestra institucionalidad democrática en crisis

El escándalo del “cementazo” que sacudió los últimos meses del gobierno anterior presidido por Luis Guillermo Solís, del mismo partido que el actual presidido por Carlos Alvarado, está lejos de haber pasado a la historia. Está más vigente que nunca, a pesar que haber ocupado la atención de los medios —aunque no parece que haya influido decisivamente en el criterio de los votantes a la hora de ir a las urnas— durante la campaña electoral recién pasada; sus secuelas o réplicas, como se dice aludiendo a las repercusiones en la corteza terrestre posteriores a la sacudida principal de un terremoto, son tan violentas como las del sismo mismo; han estremecido la institucionalidad democrática en su estructura fundamental, como son los tres poderes de la nación. En cuanto al primer poder de la nación, varios diputados de entonces se encuentran en el epicentro del ciclón; de manera particular, se mencionan a los hoy exdiputados Otto Guevara y Morales Zapata. El segundo poder o Poder Ejecutivo, en la persona misma del propio presidente Solís está en la mira de los diputados actuales debido a que se sospecha que su nombre esté mencionado en documentos que se han perdido, porque presuntamente podrían implicarlo, aunque no se sabe cómo ni en qué grado. Pero la secuela más grave del escándalo mencionado es el descrédito en que ha caído el tercer poder de la nación, el Poder Judicial; los cuatro magistrados que componen la Sala III donde se dirimen en última instancia los juicios de carácter penal, han sido sancionados con dos meses de suspensión sin goce de salario por parte de una Corte Plena, que debió revisar su anterior y leve sentencia debido a la enfurecida reacción de una opinión pública a la que los medios dieron plena resonancia. Más aún, entre los magistrados que han sido objeto de esa ejemplarizante sanción está el quien entonces era presidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Chinchilla, con un año de haber sido elegido para tan alta función; estamos aquí ante un precedente que, tengo la impresión, no tiene antecedentes en nuestra historia.

Lo anterior revela que los tres poderes, pero en este caso, específicamente el Poder judicial, han caído en un nivel de deterioro como nunca antes en décadas anteriores había conocido nuestro país. Lo cual es superlativamente grave; pues, como decía Montesquieu, en una sociedad todo se puede corromper menos los jueces, porque ellos son los llamados a impartir justicia; ellos constituyen la última instancia de que disponen los ciudadanos para reclamar el reconocimiento de sus derechos. La situación es tan grave que el sindicato de empleados del Poder Judicial ha organizado protestas públicas. Igualmente, las voces de varios jueces no se han hecho esperar reclamando, lo que ya es un clamor popular generalizado, que los mencionados magistrados deben irse de sus puestos, ya que han perdido toda autoridad moral para impartir una justicia que ellos mismos no se aplican cuando de sus propios errores se trata. Se habla de que la causa de todos estos males que sufre nuestra institucionalidad democrática se debe a la corrupción; lo cual es obviamente cierto. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, cuando la corrupción es de tan solo un individuo o un grupo de individuos, se debe achacar a faltas cometidas por ello solos; pero cuando la corrupción se ha generalizado y se ha convertido en especie de cultura perversa, como por ejemplo, cuando para lograr algo hay que corromperse uno mismo y corromper a los demás, como es lamentablemente frecuente en no pocos países de nuestra región, es porque el mal está en el (des)orden vigente. En otras palabras, es el Estado y sus instituciones el que debe ser reformado sustancialmente. Todo Estado democrático proviene de un pacto social —“contrato social” lo llamaba Rousseau— que lo antecede. El Pacto de Concordia firmado el 1ro. de diciembre de 1821 en Cartago por quienes democráticamente representaban a nuestro pueblo, dio origen a Costa Rica como nación libre y soberana que surgió a partir de la declaración de independencia del reino de España; se ponía fin a una época, la colonial, y se iniciaba otra, la republicana, cuyas bases constitucionales se ponían con el histórico y trascendental Pacto de Concordia; con ello nuestros antepasados dieron muestras de una admirable y juvenil madurez cívica, pues no dieron un paso en el vacío ante esta inédita e inesperada coyuntura. Más recientemente en nuestra historia, con el fin de poner término a la más sangrienta de nuestras confrontaciones políticas como fue la Guerra Civil de 1949, se firmó el Pacto de Ochomogo entre los contendientes que tenían aún las armas en la mano y con ello se pusieron las bases de lo que luego se llamó la Segunda República.

Pero no podemos dejar de lado, como trasfondo de los eventos locales, lo que acontece en el amplio escenario de la política mundial, ya que ahora Costa Rica —como todos los países del mundo— se ve enfrentada a la época posterior a la Guerra Fría que abarcó toda la segunda mitad del siglo pasado. Esta época, insisto, lo es de toda la humanidad; su objetivo final pero impostergable debe ser el lograr una paz justa entre los pueblos y duradera con la Naturaleza, porque de ello depende la sobrevivencia de la especie sapiens. Hoy asistimos a la génesis de un nuevo sujeto histórico, que es la humanidad entera; con ello se pone fin a 26 siglos de hegemonía de Occidente. Dichosamente así parecen entenderlo dirigentes políticos que hasta no hace mucho solo han dado muestras de una preocupante miopía en cuanto a la gravedad de la coyuntura que vive la humanidad. Me refiero en concreto al insólito y feliz encuentro entre el presidente Trump y el líder norcoreano King Son Un, lo cual no se explica si no tomamos en cuenta que el pueblo norteamericano, luego del ataque a las Torres Gemelas, tomó dramáticamente conciencia de su vulnerabilidad y presionó a Trump, obsesionado por las elecciones del próximo noviembre, a realizar tan histórico gesto, aunque también la discreta pero eficiente diplomacia china jugó un papel nada desdeñable. Más recientemente, Trump protagonizó otro acto esperanzador: se reunió con Putin, el líder ruso que ha logrado una universal y merecida popularidad gracias al éxito, que alcanza la esfera política, en la organización del evento deportivo y mediático más importante del planeta, como es un Mundial de Fútbol. El encuentro entre Putin y Trump está llamado —al menos, así lo esperamos— a poner fin a todos los resabios aún persistentes de la Guerra Fría y a las más sangrientas guerras actuales empezando por la de Siria. Costa Rica y, en particular, el actual gobierno que apenas da sus primeros pasos, al frente del cual está el Presidente más joven de las últimas décadas, debe aprovechar esta atmósfera de distensión mundial para crear las condiciones que posibiliten la elaboración de un nuevo pacto político-social, como en su momento lo hicieron nuestros antepasados al fundar la Primera República gracias al Pacto de Concordia y más de un siglo más tarde la Segunda República con el Pacto de Ochomogo. Necesitamos un nuevo pacto social que posibilite una profunda reforma a la actual Constitución Política que data de 1949 y que respondía al contexto de la Guerra Fría. Para lograr tan ambicioso como perentorio objetivo, es indispensable que nuestro país sea liderado por estadistas de fuste, que tengan una visión de futuro. Lo hecho en el pasado debe servirnos de guía e inspiración; los retos del presente, de instigación y motivación; la visión de futuro, de sueño y esperanza.

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