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COLUMNISTAS


Secreto bancario bajo asedio

Luis Ortiz [email protected] | Jueves 26 septiembre, 2019


Cada cierto tiempo, alguna ley, sentencia judicial o simple ocurrencia de alguien pone en jaque al secreto bancario. Unas veces su resquebrajamiento se justifica en el combate contra la legitimación de capitales y la evasión tributaria, otras en la supervisión financiera o la eficiencia del sistema de pagos, e incluso, casos se han dado en los que su relativización se funda en la necesidad de obtener información del mercado para promover la competencia y resguardar los derechos de los consumidores.

Así, primero fue la Ley sobre estupefacientes, sustancias psicotrópicas, drogas de uso no autorizado, actividades conexas, legitimación de capitales y financiamiento al terrorismo la que estableció la obligación de las instituciones financieras de comunicar de inmediato y sin participación de juez alguno, las transacciones sospechosas de sus clientes a la Unidad de Inteligencia del Instituto sobre Drogas.

Luego, con la adición de los artículos 106 bis y ter al Código de Normas y Procedimientos Tributarios, si bien se mantuvo la participación del juez, lo cierto es que se hizo más laxo el supuesto ante el cual las entidades financieras están obligadas a proporcionar información sobre sus clientes, para lo cual basta que la Administración Tributaria interprete que se está ante información previsiblemente pertinente, en lugar de la demostración de evidencias sólidas de la comisión de un delito, como solía ser con anterioridad. Aún más, con la adición del artículo 106 quáter, se eliminó la necesidad de contar con la autorización de un juez y/o el consentimiento del dueño para el intercambio de información de carácter tributario con otros países bajo el marco de un convenio internacional, como por ejemplo FATCA.

Finalmente, con la Ley N°21.293 recién aprobada en segundo debate y parte del paquete legislativo requerido para cumplir con los estándares de la OCDE, se faculta a la SUGEF para suministrar a la SUGEVAL la información sobre cuentas bancarias, órdenes y transacciones que esta le solicite a fin de atender requerimientos de información, en el marco de un Acuerdo Multilateral de Entendimiento, suscrito con autoridades extranjeras que sean miembros de la Organización Internacional de Comisiones de Valores.

Pero quizás sea el último ataque, protagonizado por el Director del Organismo de Investigación Judicial, el más enconado y radical de todos. En efecto, clama el señor Walter Espinoza por un proyecto de ley que le permita, tanto al OIJ como al Ministerio Público “ingresar a cuentas bancarias apenas se presenta una denuncia que lo amerite, para así ganar tiempo y posteriormente se podría informar al juez que se realizó la diligencia. Yo no quiero más rounds, yo quiero dar un golpe. Yo no quiero peleas largas, sino nocauts.”

Este planteamiento debe repugnar a cualquier Estado Democrático de Derecho como el nuestro, pues muestra peligrosos tintes de totalitarismo, propios de regímenes donde, como en la novela de Kafka, el personaje principal se siente permanentemente reo de no se sabe ni qué delitos. Viene a bien por tanto recordar, pues pareciera haberse olvidado, que el precio de vivir en un Estado Democrático de Derecho es que, ni las reglas del buen gobierno, ni la doctrina de la razón de Estado - que son las mismas que guiaron a Maquiavelo, Mussolini, Hitler y otros - pueden convalidar la utilización de medios prohibidos, aún en favor de fines legítimos.

Ante la ola desatada de delincuencia, la propuesta del señor Espinoza podría resultar una dulce melodía a los oídos de muchos, pero basta parar mientes en que, ya en el pasado los agentes del OIJ han husmeado, sin justificación alguna, en las vidas privadas de Keylor Navas, de la modelo asesinada en Alajuelita y de la jueza que armó un zafarrancho en un bar de Siquirres, para percatarnos de los peligros que encierra un poder del tipo y magnitud como el que se reclama.

Y es que, con toda razón se dice que desde los bancos se puede obtener una perfecta radiografía del intercambio comercial y financiero, pues al constituirse en lugar de paso obligado de los recursos monetarios y acervo patrimonial de sus clientes, se convierten en sus verdaderos confidentes. Bien decía el Juez Douglas de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América que: “En cierta forma, una persona es definida por los cheques que emite. Al examinarlos, se puede conocer quiénes son sus médicos, sus aliados políticos, sus contactos sociales, sus afiliaciones religiosas, sus intereses educativos, los periódicos y revistas que lee, y así ad infinitum... Las transacciones bancarias de un individuo proveen un informe exacto de su religión, ideologías, opiniones e intereses.”

Pues bien, precisamente por ello es que el secreto bancario siempre ha estado protegido, desde el Código de Hammurabi, pasando por el Reino de Israel, el Imperio Romano y la Edad Media hasta nuestros días. El secreto bancario, no se olvide, se fundamenta en los derechos fundamentales e inalienables a la intimidad e inviolabilidad de los documentos. Si lo bombardeamos y debilitamos tanto que llegue a perder su esencia, con el único fin de solucionar problemas concretos y aislados, como son, por ejemplo, las estafas que se realizan desde las cárceles, solamente habremos creado un mal mayor que luego, cuando echemos de menos nuestras libertades, no podremos enmendar.


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