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Por un nuevo Pacto de Concordia

Arnoldo Mora [email protected] | Viernes 02 marzo, 2018


Por un nuevo Pacto de Concordia

Ya se va haciendo costumbre en los ciclos en que nuestro pueblo acostumbra llevar a cabo su quehacer político, y que consiste en dividir la campaña electoral en dos fases: en la primera elige a los miembros del parlamento siguiendo sus simpatías partidarias; pero en la segunda escoge a quien quiere que sea el nuevo Presidente de la República, trascendiendo en muchos casos las simpatías partidarias. En otras palabras, para elegir diputados el ciudadano lo hace pensando en el partido político de sus simpatías; pero para elegir presidente en muchos casos lo hace pensando en votar en contra del candidato que no goza de ninguna simpatía de parte suya. Este comportamiento de un amplio porcentaje de costarricenses tiene como consecuencia práctica que se dé un reforzamiento del poder del Parlamento y de los partidos allí representados, pero en detrimento del tradicional poder del Ejecutivo, pues muchos de los que eligen al presidente en la segunda vuelta no votaron por él en la primera. Por lo que el presidente debe gobernar, en esos casos que ya se van haciendo rutina en nuestra vida política, contando con un apoyo minoritario. Un gobierno de minoría solo puede ejercer el poder si se impone, como tarea prioritaria, procurar alianzas con otras fuerzas políticas, sociales o económicas, sean estas alianzas estratégicas, sean tácticas o coyunturales, en función de un orden prioritario de políticas.

Las elecciones en que estamos todavía sumergidos, dan la impresión de ser un tanto contradictorias, pues no sería extraño que quien ganó, aunque en forma muy minoritaria, en la primera vuelta, pierda en la segunda y, con ello, pierda igualmente la presidencia de la República. Pero cualquiera que gane la presidencia siempre tendrá que contar con el hecho inexorable de que dispone del apoyo de un partido que carece de mayoría en el Parlamento, y, en no pocas ocasiones, también en la calle, en las cámaras patronales y, especialmente, en los medios de comunicación pues estos están conscientes de que las noticias negativas venden más que las positivas. Por lo que la clase política y, sobre todo, el inquilino de Zapote, debe siempre conquistarse una opinión pública no siempre receptiva. De ahí la impresión de que siempre estamos en campaña electoral. Lo acaecido con los dos últimos presidentes es más que aleccionador; en el 2010 no ganó Liberación como partido sino su candidata a la presidencia, Doña Laura Chichilla; en el 2014 no ganó el PAC sino Luis Guillermo Solís. En el parlamento se vio reflejado lo que acabo de decir.

Par evitar esa paradoja, por no decir contradicción, se han levantado voces sugiriendo que hay que imitar a la Francia actual, que tiene las elecciones parlamentarias después de las presidenciales, porque se supone que el electorado estará más proclive a dotar al nuevo Ejecutivo de una mayoría en el Parlamento que le permita llevar a cabo su programa de gobierno y, con ello, sus promesas de campaña. Se les olvida a quienes proponen esto, sin duda con la mejor intención cual es la de hacer más expedito el ejercicio del poder en una república democrática, que eso es posible en Francia porque en ese país rige un régimen semiparlamentario. Pienso que precisamente eso es lo que hay que hacer en Costa Rica: hacer una reforma a la actual Constitución para que deje el centralismo vertical y presidencialista, vigente en nuestro país desde la promulgación de la Constitución de 1871, decretada autoritariamente por el no menos autoritario presidente General Tomás Guardia Gutiérrez; lo cual no fue más que la consecuencia constitucional del hecho de que la Guerra de la Liga (1835) fue ganada —¡dichosamente!— por otro gobierno no menos autoritario como fue el de Don Braulio Carrillo, que hizo que San José se convirtiera en el agujero negro de una Costa Rica que recién daba sus primeros pasos como nación soberana. La Constitución de 1949, actualmente vigente, no logró cambiar esa concepción de Estado nacional como un Estado mesetacentralista hasta los tuétanos. Esta concepción tenía sentido en una Costa Rica semidespoblada, pues en 1948 no pasaba de 800 mil habitantes; San José mismo no llegó a los 100 mil habitantes sino en 1958.

Hoy Costa Rica tiene cerca de 5 millones de habitantes y San José 700 mil. Si queremos que el Estado funcione mínimamente y que sea eficiente en los servicios que constitucionalmente debe prestar a la ciudadanía que es la que paga los impuestos, se debe descentralizarlo en el poder y desconcentrarlo en sus funciones. Para lograrlo, hay que suprimir las provincias y crear en su lugar regiones, volver a establecer a los gobernadores que representen el poder ejecutivo en cada región. Pero los gobernadores deben ser elegidos independientemente de las elecciones generales, por lo que deben ser elegidos en medio periodo junto con la elección de alcaldes y munícipes. Se debe dotar a las regiones de un parlamento local compuesto por dos munícipes elegidos en cada cantón, con lo que no se aumenta la burocracia. Cada región debe disponer de un presupuesto propio, a fin de que planifique los recursos humanos, sociales, económicos y culturales de su región, todo en coordinación con el gobierno central. Los costarricenses no deben seguir ligados a una Meseta Central cada día más atiborrada de gente y que es recorrida por los dos ríos más contaminados de Centroamérica. Costa Rica no es la Meseta Central solamente; eso es lo que han recordado a todo el país las provincias costaneras en las últimas elecciones. Ese grito debe ser atendido por los nuevos parlamentarios nombrando una comisión que, debidamente asesorada por un grupo de expertos, entregue sus resultados en un periodo menor a dos años, a fin de que las reformas constitucionales propuestas puedan ser sometidas a los procedimientos que demanda la ley y convertirse en normas constitucionales. Esas reformas tienen como objetivo crear una república semiparlamentaria al estilo de la Francia posgaulista y convertirnos en una república federal como es la Alemania posterior al Tercer Reich. La experiencia en ambos casos ha mostrado que esa concepción consolida la democracia y los valores republicanos. Franceses y alemanes han aprendido a convivir en paz y a progresar económica y socialmente, después de dos siglos de guerras entre ellos. Nosotros dichosamente no necesitamos derramar sangre para lograr tener una convivencia civilizada gracias a una institucionalidad modernizada que nos permita asumir con éxito los desafíos que nos depara este siglo. No esperemos que se aclaren los nubarrones del día; soñemos con un nuevo amanecer de la Patria. Eso solo se podrá lograr si los partidos políticos tienen la madurez patriótica que les posibilite concertar un nuevo pacto político como nuestros antepasados lo hicieron en el Pacto de Concordia.

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