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Mishelle Mitchell [email protected] | Jueves 11 mayo, 2017


Testigos

¿Sabía usted que quien es testigo de la violencia es víctima indirecta de este fenómeno? En muchos casos, observar, escuchar y percibir la violencia no es algo que buscamos. La violencia simplemente sucede en nuestro entorno inmediato y perturba nuestra noción personal de seguridad, protección y bienestar.

Así viven 1.000 millones de niños y niñas alrededor del mundo, marcados cada año por la violencia en entornos altamente vulnerables que ellos no escogieron, pero que igual los victimizan por la cercana presencia en su vida.

El acecho de entornos violentos está dejando profundas marcas en la mente, las emociones y el espíritu de nuestros niños y niñas. Yo personalmente, entiendo el calado de estas cicatrices cuando recuerdo a las hermanitas Cajina, mis amigas nicaragüenses que llegaron a mi país y a mi casa huyendo de la guerra, al final de los años 70.

Esa noche se quedaron con nosotros después de jugar toda la tarde con otras vecinas. Compartíamos cama, porque nos encantaba hablar y hablar hasta quedarnos dormidas. A las 5 de la mañana, con la tradicional diana, reventaron unos petardos —bombetas— que las hicieron saltar de su cama entre gritos y sobresaltos. Solamente así, con esa reacción de horror, ante lo que para mis hermanos era usual, puedo dimensionar la desgarradora huella de miedo que deja a su paso la violencia.

Imaginen entonces el efecto en la inocente memoria de millones de niños y niñas de un entorno en donde la brutalidad parece ser más común. Una mano amiga y una caricia bien intencionada pueden evocar el manoseo impúdico de un abusador sexual.

Una puerta cerrada, más que el refugio de una habitación, dispara las memorias del encierro forzado, prolongado y solitario de niños abandonados por padres y cuidadores negligentes.

Escuchar a alguien pronunciando su nombre, en lugar de ser la invitación a jugar o participar, para muchos niños recuerda las innumerables ocasiones en que fueron humillados y descalificados por alguien. Algunos entonces eligen esconderse, ser invisibles, o reaccionar con desmedida agresividad para evitar reabrir una dolorosa herida.

No es extraño entonces, que creciendo en espacios de socialización tan viciados durante la infancia y la adolescencia veamos ahora a adultos incapaces de empatizar, de confiar, de corregir con amor, de respetar y de mostrarse vulnerables.

Si no cambiamos actitudes, primero en nuestros hogares, en nuestras comunidades, en nuestras escuelas, iglesias y en nuestros medios, seguiremos promoviendo modelos de relacionamiento altamente volátiles, propensos a estallar en cualquier momento.

Necesitamos a todo el mundo para eliminar la violencia contra la niñez y la primera línea de cambio se dibuja en casa. Si cambiamos nosotros, inevitablemente sellaremos a nuestros niños y niñas con autoestima, prudencia y una clara identidad de que son seres creativos, sensibles y valiosos de los que tenemos mucho que aprender.


La autora es Directora Regional de Comunicaciones de World Vision Latinoamérica y el Caribe

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